Al comienzo de su Consolación, BOECIO, preso, enfermo y prematuramente envejecido, declara que su única compañía son las Musas, quienes permanecen fieles a él forzándole a escribir elegías con las que incrementa su tristeza. En la cárcel se le aparece la Filosofía, quien, escandalizada por la presencia de las musas, arremete contra ellas, llamándolas meretriculae (DRAKE 1). Esta visión negativa de las Musas como diosas nocivas, al estilo de las sirenas (PLUTARCO, Mor. 518c: αὕτη τοῖς πολυπράγμοσι μοῦσα καὶ σειρὴν μία, ALCMÁN, Fragmento 30 P: ἁ Μῶσα κέκλαγ’ ἁ λίγηα Σηρήν ), puede parecer extravagante, pero no es más que una muestra tardía del antagonismo entre Filosofía y Poesía (o Retórica), presente en los diálogos de Platón, que reiteradamente propugnan excluir del Estado ideal cualquier manifestación poética. El comentarista de Boecio, GUILLERMO DE CONCHES (Glosae, pp. 37-38), lo explica: Poeticae Musae dicuntur meretriculae, quia ut meretrices alliciunt hominem delectando "las Musas de la Poesía reciben el nombre de mujerzuelas porque al igual que las prostitutas seducen al hombre deleitándolo" (CHANCE 413, BRANCATO 371, FIORENTINI 235, DRAKE 1).
El deleite, goce o placer es visto en el pensamiento estoico y en el escolástico, pero en realidad ya desde mucho antes, como una espina infructuosa (infructuosa spina), junto con las otras afecciones del alma: "el deleite, que concierne al bien presente; la ira, que concierne al mal presente; la esperanza, que concierne al bien futuro; y el miedo, que concierne al mal futuro"; "del mismo modo que las espinas pinchan y extraen sangre de quien se atreve a tocarlas, estas afecciones le vuelven ansioso" (DRAKE 13).
En el mundo antiguo, la poesía iba siempre ligada a la música, es decir, cantada con acompañamiento de un instrumento de viento, la flauta, o de cuerda, la lira. Esto se debía a que la melodía potencia el poder conmovedor de las palabras. Este doble poder, de palabra y música, era para los antiguos de carácter mágico, divino, inspirado por las Musas (ἔνθεος). Su mayor exponente es Orfeo, quien con sus canciones era capaz de dominar la Naturaleza, logrando que los animales se amansaran y los árboles se inclinaran ante él. También suavizaba el carácter de los humanos más ariscos, y así logró conquistar a la ninfa Eurídice. La conquista de una ninfa es el compendio del poder ejercido por el ser humano sobre las fuerzas indómitas de la Naturaleza.
La poesía es quejumbrosa y triste por definición: si recuerda los hechos luctuosos, como la pérdida, los reaviva; si rememora los alegres, atormenta debido a la comparación con un presente que se dirige inexorablemente a la muerte. De este modo, los poetas convierten el dolor y la lágrima en el alimento del espíritu (OVIDIO, Metamorfosis, 10.75). Sin darse cuenta, se dejan arrastrar y arrastran a su público hasta la muerte por el dulce canto de las Sirenas (Sirenes usque in exitium dulces). En cualquiera de los casos, idealizan cosas que fueron la nada (τὸ μηδέν) entre dos eones infinitos (τὸ χάος τοῦ ἐφ᾽ ἑκάτερα ἀπείρου αἰῶνος), es decir, inventa paraísos perdidos, extrayendo de sucesos fútiles la belleza suprema. Este es el primero de los muchos engaños que los poetas, adrede o sin querer (πολλὰ ψεύδονται ἀοιδοὶ τὰ μὲν ἑκόντες τὰ δ’ ἄκοντες), deslizan en su actividad creativa: pretenden convertir en perdurable lo que es tornadizo y efímero (HORACIO, Sátiras, 2.3.267b-271). Para ello necesitan explotar el pasado, que tiempo ha quedó reducido al silencio: por eso la madre de las Musas es Mnemósine, la Memoria, el Recuerdo, y su acompañante, Harpócrates, el dios que manda callar. Este es el segundo engaño del poeta: como un loco, se desdobla y habla con seres que ya no existen o nunca existieron.
A esto se refieren Platón y otros autores cuando afirman que la poesía se enmarca dentro de la locura (BOYSEN 154): el poeta y su público no pretenden superar el duelo generado por una pérdida real, sino inventar (fingere) pérdidas, recreándose en ellas. Por esta razón Eurídice nunca aparece representada en el arte disfrutando del amor de Orfeo. Ella es el eje en torno al cual giran toda su vida y su mito. Únicamente es mencionada en dos momentos: cuando muere mordida por una serpiente y cuando está a punto de resucitar. El resto no interesa, ni a Orfeo ni a su público: poesía en su estado genuino.
Orfeo bajó al reino de los muertos para recuperar a Eurídice. Esta κατάβασις ha sido interpretada, como el resto del mito, en clave alegórica: simboliza, en la mente de gran parte del público y de los forjadores de esta historia, el descenso al infierno mental, la depresión, el fácil hundimiento en la melancolía (facilis descensus Averno). Esta fue su primera mirada atrás: Orfeo, incapaz de atravesar debidamente el duelo, es decir, de buscar otra pareja o renunciar al amor y en general a los deseos, se obsesiona con el único del todo imposible. Una vez sumido en el reino de las tinieblas, Orfeo logra, gracias a su música, lo más difícil: aplacar el corazón de Hades y Perséfone, y la posibilidad de recuperar a su amada. Pero, en su locura (dementia, furor), incumple la condición de no mirar atrás (respicere, retro lumina flectere), y esta vez pierde a Eurídice definitivamente y por su culpa (BOWRA 117).
La culpa hace más insoportable el duelo. OVIDIO recalca que Orfeo asumió su culpa (uoluit uideri nocens) y PAUSANIAS recoge una tradición según la cual, tras esta segunda pérdida, se suicidó apenado por ese sentimiento (ἁμαρτόντα ὡς ἐπεστράφη, αὐτόχειρα αὐτὸν ὑπὸ λύπης αὑτοῦ γενέσθαι). La versión más extendida viene a decir en última instancia lo mismo: Orfeo, arquetipo de la debilidad (victus animi), intentó entrar de nuevo en el Hades y, como Caronte no se lo permitió (portitor arcuerat), se hundió en las aguas estancadas de la poesía: durante siete meses volvió a llorar con su música la pérdida de Eurídice y el beneficio inútil de Plutón (inrita Ditis dona), visitando lugares lóbregos y fríos, como grutas y el helado país de los Hiperbóreos, apartado de los claros en que se reunían las ninfas, evitando los lugares que evocaban poderosamente la imagen de su perdida Eurídice.
En este retiro quejumbroso, Orfeo no sentía ganas de conocer a otras mujeres, por miedo a que la frustración reavivara la nostalgia. Por esta razón desdeñó el amor de las mujeres tracias, quienes, por despecho (spretae) o bien por su cobardía, terminaron despedazándolo.
Su cabeza rodó hasta el río Hebro: todavía entonaba el nombre de Eurídice, y se dice que también la lira continuaba sonando.
Fue así como se reunió con la amada: en el Hades, en la muerte, que en toda su vida no dejó de perseguirle y dar sentido a su creación poética.
Boecio fue uno de los primeros autores en hacer una lectura alegórica de este mito:
Vos haec fabula respicit
quicumque in superum diem
mentem ducere quaeritis.
Nam qui Tartareum in specus
victus lumina flexerit,
quidquid praecipuum trahit
perdit, dum uidet inferos.
Esta fábula parece forjada para vosotros los que tratáis de elevar vuestro espíritu hacia la
luz de los cielos; porque el que se deja vencer y vuelve sus ojos a los antros del Tártaro,
pierde los bienes superiores precisamente por el hecho de mirar a los infiernos.
Para Boecio, la moraleja es esta: no debemos permitirnos ser seducidos por el amor de las cosas terrenales (Eurídice), ni debemos bajar la vista al mundo de las sombras (los deseos, el temor, la melancolía) y sí dirigir nuestra mente hacia arriba, hacia la luz, hacia la fuente del bien, hacia Dios (GONZÁLEZ DELGADO 17). Sin embargo, este mismo misticismo en que incurre la Filosofía queda enmarcado dentro de la locura (μανία, ἐνθουσιασμός, ἔκστασις) que Platón atribuía a quienes, poseídos por los dioses (ἐνθουσιάζοντες), afirmaban hablar en su nombre, es decir, a los poetas. De hecho, la propia filosofía, y no sólo la platónica con su teoría de la participación (μετοχή), es, en su obstinada negación de la muerte y de todos los procesos naturales, herencia del pitagorismo, y este a su vez una variante del orfismo (SEESKIN 583-4).
En realidad, Orfeo estuvo siempre equivocado: nunca poseyó a Eurídice ni tuvo nada que ver con ella, puesto que un abismo insalvable, la alteridad, los separaba. Y en realidad nunca estuvo en condiciones de poseer nada (μηδενὸς κρατέειν), puesto que lo que él llamaba presente, en ningún momento existe (ἔστι μὲν οὐδέποτ᾽ οὐδέν), sino que no es más que cambio, devenir (ἀεὶ γίγνεται). Lo único real, lo único permanente, es la pérdida, la muerte, la inexistencia, como comprobó cuando pareció recuperar a Eurídice. Por tanto, con mucha mayor certeza sabía que nunca podía recuperar a Eurídice: únicamente le siguió, como afirma Fedro en el Banquete de Platón, un fantasma (φάσμα, SANSONE 57 y 63-4). De hecho, para él, Eurídice no fue más que un mero argumento (materies) que podría haber adoptado cualquier otro nombre o forma. Orfeo no lloró nunca por Eurídice, sino por su propio destino: ella, la promesa más vívida de un futuro dichoso, le reavivó con su muerte la consciencia de que tarde o temprano la perdería o ella lo perdería a él (BECKER 223).
Para el hombre antiguo, la muerte no encierra ningún misterio: es simplemente el no ser (non esse), un final que nos recuerda por sí solo la pequeñez del pobre cuerpo humano (mors sola fatetur / quantula sint hominum corpuscula), una simple sombra, humo, nada. Este es otro de los engaños del poeta: frente a la futilidad de la muerte y de la vida, confecciona un dardo para su propia perdición, dardo que no es más que un medio quejumbroso con el que apropiarse de lo único que tiene a su disposición, la muerte, con el fin de sentir que posee cierto control sobre algo. De este modo, en su imaginación crea un recuerdo perenne (monumentum aere perennius) y vence en cierto modo a la muerte (non omnis moriar).
A diferencia de héroes como Hércules, Ulises, Aquiles, Perseo o Eneas, quienes cumplieron con el deber que de ellos se esperaba, avanzaron y encararon la muerte con valor, Orfeo, en su falsa pretensión de superarla, quedó paulatinamente desgarrado por ella, primero metafórica y luego literalmente. Destacó precisamente por carecer por completo del valor (pusilánime lo llama Fedro) y la fortaleza que un estoico como SÉNECA, pero también el conjunto de la sociedad, ha exigido siempre al hombre:
Non potest athleta magnos spiritus ad certamen adferre, qui numquam suggillatus est; ille, qui sanguinem suum vidit, cuius dentes crepuere sub pugno, ille, qui subplantatus adversarium toto tulit corpore nec proiecit animum proiectus, qui quotiens cecidit, contumacior resurrexit, cum magna spe descendit ad pugnam.
No puede aportar gran entusiasmo a la competición el atleta que nunca ha sido magullado; aquel que contempló su propia sangre, cuyos dientes crujieron en el pugilato, aquel que, zancadilleado, soportó todo el peso del adversario y, derribado, no abatió su ánimo, quien en todas caídas se levantó más porfiado, ese tal desciende a la liza con más confianza.