El fútbol me gusta precisamente por lo contrario de lo que suelen decir de él: porque no es sólo un juego. Si sólo fuera eso, tendría el mismo éxito que una partida de petanca o de chapas.

No existe otro espectáculo que reúna una o dos veces cada semana en una sola ciudad a más de ochenta mil personas o que siente frente a la tele simultáneamente a cientos de millones de espectadores. Cierto es que otro tipo de espectáculos decadentes como Eurovisión y demás telebasura también congregan a las masas, pero en mi opinión lo consiguen por ese apetito por lo grotesco que con más o menos disimulo anida en todos nosotros: no conozco a nadie que no se corte a la hora de comentar, en un ambiente de cierto nivel, la actuación de este cantante moña o el argumento de aquella telenovela plasta.


El fútbol ha venido a sustituir a la guerra y, si alguien cree que exagero, que eche un vistazo a toda su fraseología: preparativos, enfrentamiento, lucha, ataque, defensa, armas, contrario, disparo, lanzamiento, barrera, obús, cañonazo, estrategia, táctica, destrucción, victoria, derrota, baja, perdón, salvación. Cualquiera puede pensar que son palabras, nada más, y que los redobles de tambor que escuchamos en las sintonías deportivas son sólo una evocación jocosa del cine épico. Yo prefiero pensar que el lenguaje siempre nos delata, que la música enardece igual que amansa y que estas caras son las mismas que pone el gorila que defiende su territorio o el soldado que se apunta un tanto:






Pero no ha venido a sustituirla como hicieron y hacen otras clases de espectáculos. Antaño, cuando la guerra faltaba, ese vacío se llenaba echando al prójimo a los leones o achicharrándolo en la Plaza Mayor, y todavía hoy mucha gente aburrida se entretiene viendo cómo dos gallos se desgarran a picotazos o unos tipos con trajes ceñidos acribillan a un toro hasta la muerte. Pero afortunadamente, la mayoría de los humanos nos hemos vuelto lo suficientemente civilizados como para descargar adrenalina sin necesidad de recurrir al derramamiento de sangre. Y la descarga es necesaria, si no quieres convertir tu vida en una especie de sándwich de pepino.
El fútbol, como la guerra, pone a prueba la capacidad de superación del hombre, llevándolo al límite de su resistencia física, haciéndole añicos músculos, cartílagos y huesos. Pero, a diferencia de lo que sucede en la guerra, aquí no vale todo. Existen unas reglas que cumplir, que ambos bandos se comprometen a acatar: vencerá aquél que consiga introducir más veces el balón entre los tres palos de la portería contraria, recurriendo a todas las armas de que disponga (pase, triangulación, entrada por banda, salto, amago, quiebro, regate, bicicleta, remate, disparo de lejos, vaselina, chilena, ruleta, taconazo, presión, robo, posesión prolongada, contraataque), quedando prohibido el toque del balón con las manos excepto para el portero y los saques de banda, así como los agarrones, las zancadillas, las patadas, los codazos y otras acciones violentas; el jugador que opte por incurrir en estas transgresiones puede ser penalizado con una advertencia y, a la segunda, debe abandonar el terreno de juego, dejando a su equipo en inferioridad numérica.

Al final, el equipo que haya conseguido aquel único objetivo, habrá acreditado ser el mejor. En un mundo en el que la mayoría de la gente aspira como máximo a competir por ver quién bebe más o se desparrama más horas en el sofá para ver cómodas mentiras en la caja tonta mientras se atiborra de chocolate; en un mundo en el que los aprobados se regalan a mansalva, sobre todo en las rebajas de junio, incluso a los alumnos que apenas han asomado la cabeza por el aula, ya que los angelitos estaban demasiado ocupados haciendo nada; en un mundo en el que se mira como a un bicho raro al que pone ilusión, cumple y se esfuerza, mientras se mima ñoñamente al que gime, hace trampa y zanganea; en un mundo, en fin, donde la ley del mínimo esfuerzo, el qué más da y el como sea se han convertido en sacramentos, ¿existe algo más noble y loable que el fútbol?
